La
luna vino a la fragua
Con
su polisón de nardos
El
niño la mira, mira
El
niño la está mirando.
F.
García Lorca (Romance de la luna, luna)
Y
anoche en Niebla, en tierras de su Condado, la luna de Lorca volvió a lucir su
redondo vestido blanco para que los niños, casi un centenar, la mirásemos desde
el cariñoso abrazo de las murallas. Para aquellos que emprendíamos el camino
por primera vez todo se abría nuevo, éramos niños temerosos ante la senda que
se nos ponía por delante: una noche de vivencias únicas, desde las más físicas
a las más íntimas. Una caña coronada de romero y ceñida por el rojo y blanco de
la Hermandad del Rocío de Niebla iba a ser nuestro báculo e inseparable
compañero de viaje, un pañuelo rojo
intenso con el nombre del “culpable” el capote protector que nos
igualaba a todos.
La
cita, con el Señor de la Columna por testigo, poco antes del cambio de día,
saludos, consejos de veteranos a novatos y poco a poco nos vamos emparejando
por afinidades a esperar la foto de grupo y el padrenuestro como pistoletazo de
salida.
Motivaciones,
miles, cada uno tiene al menos una, dos, o varias; yo no lo puedo ni lo voy a
negar, la mía (al menos la inicial) es una petición personal de Manolo, avalada
por esa amistad que no por reciente es menos fuerte; tengo mis propias
sospechas de que el éxito de este año
tiene mucho que ver con esa querida familia, todo corazón y esfuerzo a
la que no se le puede negar nada, “si me necesitáis allí estaré, en lo difícil,
en lo fácil, en lo bonito y en lo feo… la amistad es así”. Aunque tampoco
negaré que los cientos, miles de vueltas que te da la cabeza en el peregrinar
abren tu abanico de razones inconmesurablemente. Cierto es que la palabra que
más se oye es “promesa”, pero con la sinceridad que quiero que me caracterice
os diré que particularmente no creo en un mero intercambio de favores, mi
esfuerzo lo dono sin búsqueda de recompensa directa, con la esperanza de que
pueda hacerle bien a alguien, conocido o no, que sea la Virgen, como destinataria
final de la peregrinación, la que decida qué hacer con mi oración.
Y
comienza el camino, vigilado desde lo alto por esa luna que con su menguante
casi estrenado parece el queso de los juegos infantiles; dejando atrás el Tinto
y sus baluartes nuestra compañera celeste va dibujando los caminos de plata que
golpean unos pies todavía veloces y ligeros. El fiel cortejo de vehículos
acompañantes aún no es necesario, pero su presencia cercana conforta y augura
un final cierto, allá, lejos, en la marisma que espera dormida.
La
agradecida oscuridad alivia el caminar, unida a una brisa suave que nos empuja
solícita por la carretera hasta nuestra primera parada, Rociana, y allí las
primeras viandas que nos preparan para el derroche generoso de energías que
resta. Tras este primer agrupamiento algunos se refugian en los vehículos a
esperar otro tramo, o haciendo un paralelismo cofrade que creo viene al caso,
solo ha sido la primera “chicotá”, no se trata de quemarse al principio, si es
necesario hacer un tramo en vehículo se hace y no sucede nada, nadie reprocha
nada, como reza el dicho “quien da lo que tiene no tiene obligación de más”.
Tras
Rociana el asfalto cede su sitio a la tierra, a veces compactada, a veces
suelta, caminos silenciosos escoltados por olivares y viñas que, poquito a poco
van seleccionando los grupos, de dos, de cuatro, de ocho o nueve, cada uno con
sus propios ritmos y conversaciones, los espíritus y sobre todo los cuerpos aún
están jóvenes, hay quien se descuelga un poquito o quien da ese ligero acelerón
que motiva el oír una voz conocida más adelante. Mi grupo natural ya está
confeccionado, al fin y al cabo a Sebastián (padre e hijo) y a mí nos ha
llevado a esta situación el mismo culpable, nuestro “candilito” que no para de
subir y bajar intentando estar con todos a la vez; Lola y Arancha nos irán
acompañando según sus propias fuerzas.
Aún
no han dado las cinco y Almonte sirve para el nuevo despliegue de café, roscos,
bocadillos, piononos, agua helada, refrescos; perfectamente organizados en una
mesa que los anfitriones (una vez más hay que agradeceros vuestra generosidad)
tardan cinco minutos en montar y desmontar. Un poquito de estirar, un ratito de
sentarse, ajustarse los zapatos y calcetines, incluso comienzan a aparecer las
prendas de abrigo para algunos y, ahora sí, a por el último tramo, ya estamos
en tierras de la Señora.
Las
arenas almonteñas son el tiempo de intimidad, el cansancio está haciendo mella
y son más los silencios que se suceden que los puntuales momentos de algarabía
e incluso canto. Sería muy complicado escoger algún momento de toda la noche,
pero seguramente en este tramo estarán muchos de mis favoritos, especialmente
recuerdo uno de ellos, cuando me quedo un poco retrasado para hacer una
fotografía y por tanto sólo, Sebastián y Sebastián ligeramente adelantados y de
fondo el remolque del tractor donde Manolo (otra vez) se ha sentado y guitarra
en mano llena la noche de notas musicales, sevillanas, rumbas, punteos, Triana,
temas alegres, melancólicos, de amor, del Rocío, como no… Un verdadero lujo,
con esa música de fondo, con el olor húmedo de los pinares, con ese dolor sordo
y constante en todas y/o algunas partes de las piernas, llega un momento en que
tu cuerpo se desdobla, uno que camina mecánicamente siguiendo las rodadas para
no hundirte y otro que flota junto al primero; es este último el que me
interesa ahora, realmente es como si tu mente se independizara del resto para
hacer lo que mejor sabemos los hombres: pensar. Piensas en motivaciones, en
personas queridas, en los que te gustaría que estuviesen allí contigo, en los
que nunca estarán, en que la compañía de la Virgen se siente en las caras de
los que se cruzan contigo… bueno explicarlo es muy difícil, incluso para mí que
estoy acostumbrado a escribir. Realmente es una experiencia única que se debe
vivir, repetirla… quién sabe, pero disfrutarla al menos una vez es mucho más
que recomendable.
Entre
silencios cómplices y conversaciones cada vez más cortas te llegan las noticias
de aquellos que ya han llegado, piernas y corazones jóvenes que nos demuestran
el enorme paralelismo entre los dos caminos, el del peregrinar y el de la vida;
hay quien la vive rápidamente, otros más pausados, lento pero seguro, a
tirones, hay quien no llega a la misma meta; pero cada uno tiene su propio
camino y tan sólo él debe realizarlo.
Pasito
a pasito, igual que nosotros, por la izquierda el horizonte se va aclarando, la
oscuridad atenuada por la luna va mostrando la luminosidad de un sol que toma
conciencia de la hora que es, hora de levantarse y calentar los cuerpos del
rosario de peregrinos iliplenses. El olor a mar es inconfundible y delata la ya
inminente presencia de las marismas, no tardarán en aparecer las primeras casas
de la aldea.
Y
¡por fin! La basílica recorta su silueta contra el celeste amanecido, son poco
más de las ocho cuando los últimos y valientes caminantes llegan exhaustamente
felices. Un reparador desayuno en
comunidad y a las 9:30 nuestro encuentro con La Pastora, en una misa oficiada
por nuestro Don Carlos y acompañados de numerosos iliplenses que han llegado en
coche así como otros peregrinos de Manzanilla que han elegido la misma
madrugada que nosotros.
Se
me quedan en el tintero tantas cosas, unas por cansancio, otras
voluntariamente, pero no quería dejar pasar estos momentos aún calientes en mis
retinas.
Igualmente
tampoco es de mi estilo, pero la despedida no puede ser de otra forma, ya que
me consta que para quien va dirigido lo apreciarán en su justa medida. Gracias
a La Hermandad del Rocío de Niebla, gracias a su Hermano Mayor, gracias a esa
maravillosa familia anfitriona, gracias a todos los que habéis permitido que
comparta un ratito de camino… Gracias, en definitiva.
Gracias Señora, por el buen camino