Después de casi cuatro años volcando sentimientos en este
blog, se acaba convirtiendo en un “cajón de sastre” donde cabe todo, pero
especialmente recuerdos que surgen inesperadamente y que te motivan.
Recientemente estoy inmerso en un proyecto (mi agenda
dice que ya no caben, pero se le hará un huequito) que me ha retrotraído a una
infancia inocente y sin más preocupación que la de divertirse. Pero también
hubo jornadas de trabajo y contribución a la economía doméstica.
Con la altura justa para llegar al remolque ya echábamos
horas descargando y cargando camiones, luego furgoneta de reparto y a dar
vueltas por Niebla; un pueblo dividido en sectores para poder organizar la
carga (los restaurantes y bares tenían su propio sector). Si mal no recuerdo
desde los 9 ó 10 años ya andábamos cargando cajas, al principio cogidas con
ambas manos y sólo las de envases, luego poco a poco, llenas, de dos en dos y
los piques a ver quién cargaba más de golpe entre mi hermano Merce y yo. Más tarde
vino el reparto cercano, si la Plaza de la Feria se podía considerar cercano,
pues era la frontera que alcanzaba el carrito del que tirábamos, organizando un
escandaloso traqueteo de ida que se multiplicaba a la vuelta con los envases
vacíos.
Hubo de todo: cerveza, leche, batidos, vino, aguardiente,
bitters, tónicas, refrescos de cola…
Pero destacando sobre ellos los que venían desde la
cercana fábrica de San Juan del Puerto:
Con un
nombre al que hoy le podríamos dar mucho juego pasó de cajas de madera a otras
de alambre grueso que se clavaba en las manos, para finalizar en las
ultracómodas de plástico (si es que ya no se hacen las cosas como antes)
Aún
recuerdo su sabor ligeramente amargo que hoy me hubiese encantado mezclado con
un chorrito de vodka, pero que de niño sabía raro al tener que competir con
otros más comerciales y edulcorados.
Es
curioso cómo pequeños detalles hacen que vuelvan a ti miles y miles de
recuerdos. ¡Lo que daría por abrir la nevera y pillar uno de esos!
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