En la casa del cura
Murray
llega al exterior de la casa del cura. Era la hora de la siesta. Las puertas
estaban cerradas como señal de que sus moradores dormían. El viajero estima
cuando llamar. Además reflexiona sobre las
costumbres y la ejemplaridad del religioso
con su parroquia.
"...dirigí mis pasos
hasta la morada del cura y me detuve delante de una casa cuyo exterior tenía un
aspecto mucho más respetable que las que había visto hasta entonces. Las
puertas se encontraban cerradas, indicando que sus moradores aún no se habían
despertado de la siesta; sin embargo, mi reloj me indicaba que teniendo en
cuenta las costumbres del país, el soñoliento señor debería haber abandonado su
siesta media hora antes, y los curas, pensé, no deberían ser un ejemplo de pereza
para su rebaño de fieles".
Informa
al criado del párroco sobre motivo de la visita. Fue conducido al interior y el
viajero quedó a la espera. Cuando apareció el cura contestó a su pregunta. No se narran otras
circunstancias que detallen el encuentro.
"Así pues, todas
estas razones hicieron que mi mano se dirigiera hacia la aldaba y cuando
informé al criado del propósito de mi visita, éste me condujo a la antesala. Al
poco rato el cura hizo su aparición y en respuesta a mi pregunta...".
Ante
lo expuesto en la narración, debemos preguntarnos cuál fue en concreto la pregunta. ¿Fue una cuestión genérica
sobre tesoros descubiertos en Niebla o se interesó concrétamente sobre un
hallazgo en terrenos del cura? ¿Tenía el inglés conocimiento de estos hechos
antes de iniciar el viaje, o simplemente se basó en la información que le dio
Juanito el guía? Recordemos lo que Murray comentó antes de iniciar la
investigación: Yo tenía intención de ir a
la casa de “Antonio el Cojo”.
Canónigo español del siglo XIX, dibujo de W. Bradford (1808)
El
tesoro encontrado en la ribera del Río Tinto.
El
cura le informó sobre lo ocurrido en sus propiedades. Unos campesinos
encontraron una vasija que contenía cantidad de monedas árabes de plata.
"...relató que
varios campesinos mientras estaban trabajando en un campo de su propiedad
habían descubierto cerca de la orilla del río una enorme vasija; y que cuando
la rompieron para ver qué contenía, aparecieron una gran cantidad de monedas
árabes todas de plata. Calcularon que todas pesaban más de una arroba o medida
que equivale a veinticinco libras".
El
conflicto que generó el reparto hizo intervenir a las autoridades. El cura, al
ser propietario de las tierras donde se produjo el descubrimiento, recibió una
parte.
"Como casi siempre
suele ocurrir en estos casos, los que la encontraron no fueron capaces de
repartirse el botín de forma pacífica, por lo que el asunto llegó a oídos de
las autoridades, quienes reclamaron la totalidad; pero como la tierra en la que
había sido encontrada era de su propiedad, a él le correspondía una parte que
recibió con posterioridad".
Sobre
el tratamiento del Patrimonio Nacional en España
Estas
disputas y prácticas pudieron ser habituales en estos años de mediada la
centuria del siglo XIX, en los poco se había legislado al respecto. Los expolios
arqueológicos, realizados en el territorio español, propició que se tomara
conciencia de la importancia de los objetos arqueológicos para el conocimiento
de una sociedad, y para indagar en su pasado histórico. Hacia el año 1905, José
Ramón Mélida, se lamentaba en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos:
"Desgraciadamente los hallazgos de
las antigüedades en España son casuales, y las más de las veces la codicia y la
ignorancia, casi siempre unidas, rodeándoles de misterio o de punible secreto,
imposibilita que la ciencia pueda registrarlos entre sus legítimas conquistas.
Muy rara vez suelen las entidades oficiales llamadas a ello, o las personas
competentes á quienes guían su afición, llegar a tiempo de salvar lo que se
descubre y estudiarlo para aumentar el caudal de los conocimientos históricos".
La Ley de 1911 supuso un paso trascendental en el ámbito tutelar del
Patrimonio Arqueológico, al intentar equilibrar el derecho de la propiedad
privada con los intereses generales que representaban los bienes arqueológicos. Y será a lo largo
del siglo XX cuando se vayan desarrollando las legislaciones que regulan el
Patrimonio Arqueológico.
JOSÉ RAMÓN MÉLIDA y ALINARI. Considerado como el padre de la Arqueología española. Su vinculación con Niebla le lleva a emitir informes sobre el Castillo cuando era director del Museo Arqueológico Nacional, en pleno proceso de desalojo del mismo por E. Whishaw, cuando el marqués de Bute solicita la cesión del castillo y las murallas iliplenses. (fotografía Museo Arqueológico Nacional)
Continúa
la conversación con el cura.
El
párroco fue esplendido con el inglés y le regaló una moneda. El viajero nos
describe a continuación la pieza de plata.
El cura me enseñó unas
pocas y con toda franqueza me regaló una de ellas. Tenía la forma
característica de las monedas árabes, era cuadrada y presentaba caracteres
árabes (cúficos) y estaba en un perfecto estado de conservación.
El
inglés se despidió y expresó sus agradecimientos al generoso cura, anteriormente
calificado como el soñoliento señor y ahora
cubierto de halagos.
Expresando mi más sincero
agradecimiento le dije adiós al amable y cortés cura –quien como casi todos los
de su profesión que yo me fui encontrando con posterioridad, era un caballero
en su porte y modales –y a los pocos minutos me encontraba en el camino en
dirección a Moguer.
dirhams de Niebla (siglo XIII)
Ocurridos
estos hechos el viajero emprendió su camino a Moguer. ¿Cubriría Murray sus
expectativas con respecto a la visita de Niebla?
Entre Escacena y Niebla
Nuestro camino pasó por
dos o tres pueblos aparentemente desmoronándose y en estado ruinoso. Sin
embargo, en estos lugares miserables, se pueden ver con frecuencia casas con
muy buen aspecto cuyos dueños son señores con patrimonio y hombres de refinada
educación. El motivo de su existencia entre tal desolación es, como acabo de
apuntar, encontrarse con la inseguridad de vida y propiedad que prevalece tan
generalizado por toda España. Ningún hombre piensa en tener su hogar en una
casa de campo, sino que escoge el pueblo o la aldea que esté más cerca de su
propiedad, y desde allí sale para controlar y dirigir las tareas de sus
empleados. Por esa misma razón son muy raros los cortijos; el dueño y el
bracero habitan en el mismo pueblo y a menudo tienen que trasladarse más de una
o dos tediosas leguas antes de llegar hasta el cortijo. En uno de estos
pueblos, a poca distancia de Escacena, llamó poderosamente mi atención una
mansión que en su día debió ser el orgullo del lugar, pero que ahora, sin
tejado y desmantelada, sólo se distinguía por sus elevados muros desmoronados,
un poco más altos que el declive de sus antiguos ocupantes. Me di cuenta que la
planta baja estaba convertida en corral para guardar ganado y que desde allí
subía a las habitaciones superiores una escalera de maravilloso mármol blanco,
aunque ahora tristemente hecha pedazos y mutilada. La historia de esta casa era
una historia cotidiana; el que la construyó había vuelto desde Méjico cargado
de riquezas, que le permitieron comprarse el título de Marqués y construyó su
casa con sus columnas de mármol y su costosa ornamentación. Su heredero
dilapidó la fortuna de sus padres rápidamente, dinero que con toda probabilidad
era de dudosa procedencia; y los terceros en la línea sucesoria ahora residen
en La Isla en la más completa indigencia y bastante ocultos. Sus necesidades
han sido tales como para llegar a vender hasta el mismísimo tejado y la solería
del hogar de sus antepasados por la suma que les puedan dar por la madera.
Desde una distancia considerable habíamos estado viendo las torres de Niebla,
pero teniendo en cuenta el paso lento de nuestros jamelgos la distancia entre
el pueblo y nosotros parecía no acortarse. Por fin llegamos a la orilla del Río
Tinto; sus oscuras aguas, que salían a borbotones por encima de un canal en la
roca nos daban idea de frescor en delicioso contraste con el insoportable calor
que cargaba la atmósfera. Siguiendo el sinuoso cauce del río durante una corta
distancia llegamos a un lugar donde un antiguo puente de nueve arcos lo
cruzaba. Más allá, hacia la izquierda, se elevaban las calcinadas y
desmoronadas murallas del pueblo, coronando un pequeño montículo por cuya base
seguía serpenteando el río que acabábamos de pasar; mientras que más cerca del
puente las elevadas almenas de un castillo se asomaban y dominaban el pasadizo
que las atravesaba. El camino entre el puente y el pueblo parecía haber sido
obra de los elementos y del tiempo más que un camino hecho por la mano del
hombre. Subimos penosamente por una empinada vereda empedrada por las rocas que
los torrentes invernales habían dejado y bordeada a cada lado por arbustos de
adelfas, cuyas flores de brillantes colores daban la bienvenida a los doloridos
ojos que tanto habían sufrido la intensidad del sol sobre los polvorientos
caminos. Enormes rocas interceptaban nuestro avance a cada paso y cubrían la
ladera al lado y por debajo de donde nos encontrábamos; otras habían caído al
lecho del río donde la espuma que formaba el agua al golpearlas señalaba el
lugar en el que se encontraban. Al llegar a las murallas del pueblo, uno al
lado del otro, Juanito giró y se dirigió a una posada justo frente a la
entrada, donde propuso detenernos para almorzar. El aspecto de este hospedaje
para hombres y bestias era de todo menos reconfortante para un viajero cansado
del camino. Cerca de la entrada había aproximadamente media docena de muleros
tendidos en sus mantas disfrutando de su siesta durante las horas de más calor
del día. Nadie se preocupó en lo más mínimo de nosotros, ni siquiera hubo
alguien que abriera un ojo, aunque el ruido de los cascos de nuestros caballos
mientras los llevábamos por el empedrado de la casa debió haberse escuchado
hasta el más alejado rincón; en vano estuve buscando al dueño del
establecimiento entre las formas yacentes que había por todos lados, mientras
mi guía, que conocía mejor las costumbres del lugar, se dirigió a una
corpulenta señora que estaba retrepada medio dormida en una de las sillas bajas
que se utilizan en el país y le preguntó si tenían cebada para su animal. Un
movimiento de cabeza insinuó que no había y le ahorró a nuestra posadera, ya
que eso es lo que ella era, el trabajo de abrir los labios. Si hubiésemos
preguntado por provisiones de cualquier tipo sólo habríamos obtenido una mirada
de asombro por nuestra falta de previsión, así pues, nos sentamos y dimos buena
cuenta de lo poco que habíamos llevado en nuestras alforjas. Nuestra comida no
nos hizo detenernos durante mucho rato y, puesto que no teníamos ninguna gana
de soportar durante más tiempo del necesario esta mansión de Morfeo, salí,
acompañado por Juanito, a dar un paseo por el pueblo. Entrando por la puerta
del lado este, bajo un arco de arquitectura árabe, nos metimos de lleno en
ruinas y desolación. Era un espectáculo muy triste de contemplar y yo, de
manera involuntaria me giré hacia una escalera que conducía a todo lo alto de
las murallas, pensando en que podría divisar alguna zona de la que la vida no
se hubiera alejado tan completamente como lo había hecho de este escenario de soledad
y decadencia. Pero por todos lados era lo mismo; había calles enteras donde
sólo los muros de las casas se mantenían en pié y que ahora parecían largas
filas de esqueletos aferrados unos a otros para sostenerse; todo tenía el
aspecto de estar a punto de irse al suelo antes de que la primera ráfaga de
viento que soplara sobre las fortificaciones tocara con sus alas la alta hierba
que crecía sobre cientos de hogares de piedra y en los umbrales de las puertas.
Si todo esto hubiese sido provocado por los elementos, o por la guerra, o por
cualquiera de esas catástrofes que en un instante echan por tierra el trabajo
de años, uno lo podía haber contemplado con cierta pena y pesar aunque no sin
esperanzas de que todo volviera a prosperar; pero había sido un agente mucho
peor que esos el que había hecho que el pueblo estuviese tan destrozado como lo
estaba, y que había atacado con las más funestas consecuencias sus perspectivas
de futuro. Su ruina era fruto de la decadencia nacional con la que el
observador se encuentra por cualquier lugar por el que se mueva. La buena vida
en España ya no existe; su industria y vigor ya no son más que los débiles
esfuerzos de otros tiempos; su vitalidad se mueve sin energía por un marco
donde una vez reinaba la profunda avaricia, injusticia, ignorancia y
superstición, y por todo esto se extiende bajo la cancerígena sombra del mal
gobierno y la corrupción: España lleva a rastras su existencia con mucho dolor
y mucho esfuerzo; y, al igual que ocurre con brazos y piernas que son los
primeros en acusar la torpeza, así este apartado pueblo ha sido el primero en
participar de su falta de solidez y mostrar las primeras pruebas de
desintegración. Mientras tanto, yo estuve paseando a lo largo de sus almenas: a
veces resbalando entre la alta hierba que ondulaba sobre ellas o atravesando
con precaución el umbral de tambaleantes torres que en su día habían soportado
impasibles el caminar del centinela musulmán. Llegué a un ángulo desde el que
había una vista muy bonita del valle por el que el río corría hacia el mar. Un
poco más allá, una enorme grieta impidió mi avance y bajé a tierra firme, donde
la vista ya se limitaba a unas cuantas chabolas míseras que albergaban una
población de atezadas mujeres y niños semidesnudos. El pueblo, al igual que
Palos y Moguer se dice que está poblado por los descendientes de los esclavos
que los conquistadores del Nuevo Mundo se trajeron como botín conseguido con
sus espadas; y es cierto que los actuales habitantes más parecen mulatos que
europeos; pero a falta de una evidencia positiva para sostener esta afirmación,
también es probable que su tono oscuro se deba a que por sus venas corre más
cantidad de sangre árabe de la normal. De los pocos que encontramos, uno era un
pilluelo de unos cinco o seis años quien, como Dios lo trajo al mundo –en
cueros, como se dice en España; venía paseando calle abajo con el aspecto de un
haragán de Bond Street de Londres. Se detuvo al vernos y cruzando sus bracitos,
se volvió y me honró con una mirada de la que la persona más elegante se habría
sentido orgullosa. Imagino que su inspección fue satisfactoria, ya que,
moviendo su cabecita con un gesto de aprobación, continuó su marcha y se alejó
de nosotros. De camino al pueblo, y mientras recorría sus silenciosas calles,
Juanito, para convencerme de las antiguas riquezas del lugar, en varios
momentos se dedicó a ofrecerme minuciosas descripciones de tesoros de oro, y de
no se qué más, que recientemente habían sido descubiertos dentro de sus
murallas. Historias de este tipo son tan frecuentes en boca de la gente
sencilla de España que yo rara vez les presto atención; pero en esta ocasión,
no sé qué fue lo que me hizo pensar que su relato podía ser muy probable. El
pensamiento me vino a la cabeza justo cuando estábamos ante una casa que tenía
rasgos evidentes de haber sido parte de las antiguas fortificaciones; y como
siempre se debe empezar por algún sitio, ¿Qué lugar, pensé, tan apropiado como
este, para conocer algo de los tesoros enterrados por sus antiguos
propietarios? Al “Dios guarde a Usted” de Juanito le respondieron con el
acostumbrado “Pase usted adelante”. Atravesando el umbral de la puerta me
encontré debajo de una especie de cúpula, por la que la luz penetraba por una
apertura abierta en todo lo alto; la única persona que había allí era una mujer
que paró de tejer mientras contestaba a mis preguntas. Yo tenía intención de ir
a la casa de “Antonio el Cojo”. El camino que me describió era tan detallado
que me quedé completamente desconcertado cuando concluyó, pero por fortuna
Juanito se enteró mejor y sin demasiada dificultad me guió a la mansión de
“Antonio el Cojo”. “¿Quién es?” fue la respuesta a la llamada a la puerta de
Juanito, quien, en aquél momento ya estaba muy entusiasmado con el tema de la
búsqueda arqueológica y aporreó la puerta como si se tratara de un asunto de
vida o muerte lo que nos había llevado hasta allí. “Gente de paz” contestamos.
Una vez que se aseguraron de esto se abrió una ventanilla en la puerta, –o
mejor dicho, la abrió justo lo necesario para permitirle a la negruzca esposa
de Antonio reconocer a las personas que con tanta impaciencia había llamado que
casi echan a bajo los goznes de la puerta. La información que nos proporcionó
fue muy poco satisfactoria; el dueño de la casa estaba ausente de viaje, y
además, le había entregado sus tesoros a un amigo que estaba en Moguer. Como
última esperanza, pregunté si allí podríamos encontrar a cualquier otro
virtuoso; y después de pensarlo durante un momento, nuestra atezada amiga
contestó que lo más probable era que el cura pudiese poseer algunas monedas
antiguas y otras reliquias del pasado. Así pues, dirigí mis pasos hasta la
morada del cura y me detuve delante de una casa cuyo exterior tenía un aspecto
mucho más respetable que las que había visto hasta entonces. Las puertas se
encontraban cerradas, indicando que sus moradores aún no se habían despertado
de la siesta; sin embargo, mi reloj me indicaba que teniendo en cuenta las
costumbres del país, el soñoliento señor debería haber abandonado su siesta media
hora antes, y los curas, pensé, no deberían ser un ejemplo de pereza para su
rebaño de fieles. Así pues, todas estas razones hicieron que mi mano se
dirigiera hacia la aldaba y cuando informé al criado del propósito de mi
visita, éste me condujo a la antesala. Al poco rato el cura hizo su aparición y
en respuesta a mi pregunta relató que varios campesinos mientras estaban
trabajando en un campo de su propiedad habían descubierto cerca de la orilla
del río una enorme vasija; y que cuando la rompieron para ver qué contenía,
aparecieron una gran cantidad de monedas árabes todas de plata. Calcularon que
todas pesaban más de una arroba o medida que equivale a veinticinco libras.
Como casi siempre suele ocurrir en estos casos, los que la encontraron no
fueron capaces de repartirse el botín de forma pacífica, por lo que el asunto
llegó a oídos de las autoridades, quienes reclamaron la totalidad; pero como la
tierra en la que había sido encontrada era de su propiedad, a él le
correspondía una parte que recibió con posterioridad. El cura me enseñó unas
pocas y con toda franqueza me regaló una de ellas. Tenía la forma
característica de las monedas árabes, era cuadrada y presentaba caracteres
árabes (cúficos) y estaba en un perfecto estado de conservación. Expresando mi
más sincero agradecimiento le dije adiós al amable y cortés cura –quien como
casi todos los de su profesión que yo me fui encontrando con posterioridad, era
un caballero en su porte y modales –y a los pocos minutos me encontraba en el
camino en dirección a Moguer.
MURRAY, Robert Dundas.
Cities and Wilds of Andalucia. London: Richard Bentley, 1849. 3rd. ed. London:
Richard Bentley, 1853.
calle San Walabonso en 1891 (AMADOR DE LOS RÍOS)
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