"STAT ROSA PRISTINA NOMINE, NOMINA NUDA TENEMUS"

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El blog de Pelayo Castillo Palacios

lunes, 20 de julio de 2020

ROBERT DUNDAS MURRAY, PARTE IV: EL CURA, SU TESORO Y EL CAMINO DESDE ESCACENA.


En la casa del cura
Murray llega al exterior de la casa del cura. Era la hora de la siesta. Las puertas estaban cerradas como señal de que sus moradores dormían. El viajero estima cuando llamar. Además  reflexiona sobre las costumbres y  la ejemplaridad del religioso con su parroquia.

"...dirigí mis pasos hasta la morada del cura y me detuve delante de una casa cuyo exterior tenía un aspecto mucho más respetable que las que había visto hasta entonces. Las puertas se encontraban cerradas, indicando que sus moradores aún no se habían despertado de la siesta; sin embargo, mi reloj me indicaba que teniendo en cuenta las costumbres del país, el soñoliento señor debería haber abandonado su siesta media hora antes, y los curas, pensé, no deberían ser un ejemplo de pereza para su rebaño de fieles".

Informa al criado del párroco sobre motivo de la visita. Fue conducido al interior y el viajero quedó a la espera. Cuando apareció el cura contestó a su pregunta. No se narran otras circunstancias que detallen el encuentro.

"Así pues, todas estas razones hicieron que mi mano se dirigiera hacia la aldaba y cuando informé al criado del propósito de mi visita, éste me condujo a la antesala. Al poco rato el cura hizo su aparición y en respuesta a mi pregunta...".

Ante lo expuesto en la narración, debemos preguntarnos cuál fue en concreto la pregunta. ¿Fue una cuestión genérica sobre tesoros descubiertos en Niebla o se interesó concrétamente sobre un hallazgo en terrenos del cura? ¿Tenía el inglés conocimiento de estos hechos antes de iniciar el viaje, o simplemente se basó en la información que le dio Juanito el guía? Recordemos lo que Murray comentó antes de iniciar la investigación: Yo tenía intención de ir a la casa de “Antonio el Cojo”.

Canónigo español del siglo XIX, dibujo de W. Bradford (1808)

El tesoro encontrado en la ribera del Río Tinto.

El cura le informó sobre lo ocurrido en sus propiedades. Unos campesinos encontraron una vasija que contenía cantidad de monedas árabes de plata.

"...relató que varios campesinos mientras estaban trabajando en un campo de su propiedad habían descubierto cerca de la orilla del río una enorme vasija; y que cuando la rompieron para ver qué contenía, aparecieron una gran cantidad de monedas árabes todas de plata. Calcularon que todas pesaban más de una arroba o medida que equivale a veinticinco libras".

El conflicto que generó el reparto hizo intervenir a las autoridades. El cura, al ser propietario de las tierras donde se produjo el descubrimiento, recibió una parte.

"Como casi siempre suele ocurrir en estos casos, los que la encontraron no fueron capaces de repartirse el botín de forma pacífica, por lo que el asunto llegó a oídos de las autoridades, quienes reclamaron la totalidad; pero como la tierra en la que había sido encontrada era de su propiedad, a él le correspondía una parte que recibió con posterioridad".


Sobre el tratamiento del Patrimonio Nacional en España

Estas disputas y prácticas pudieron ser habituales en estos años de mediada la centuria del siglo XIX, en los poco se había legislado al respecto. Los expolios arqueológicos, realizados en el territorio español, propició que se tomara conciencia de la importancia de los objetos arqueológicos para el conocimiento de una sociedad, y para indagar en su pasado histórico. Hacia el año 1905, José Ramón Mélida, se lamentaba en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos: "Desgraciadamente los hallazgos de las antigüedades en España son casuales, y las más de las veces la codicia y la ignorancia, casi siempre unidas, rodeándoles de misterio o de punible secreto, imposibilita que la ciencia pueda registrarlos entre sus legítimas conquistas. Muy rara vez suelen las entidades oficiales llamadas a ello, o las personas competentes á quienes guían su afición, llegar a tiempo de salvar lo que se descubre y estudiarlo para aumentar el caudal de los conocimientos históricos". La Ley de 1911 supuso un paso trascendental en el ámbito tutelar del Patrimonio Arqueológico, al intentar equilibrar el derecho de la propiedad privada con los intereses generales que representaban los bienes arqueológicos. Y será a lo largo del siglo XX cuando se vayan desarrollando las legislaciones que regulan el Patrimonio Arqueológico.

JOSÉ RAMÓN MÉLIDA y ALINARI. Considerado como el padre de la Arqueología española. Su vinculación con Niebla le lleva a emitir informes sobre el Castillo cuando era director del Museo Arqueológico Nacional, en pleno proceso de desalojo del mismo por E. Whishaw, cuando el marqués de Bute solicita  la cesión del castillo y las murallas iliplenses. (fotografía Museo Arqueológico Nacional)

Continúa la conversación con el cura.

El párroco fue esplendido con el inglés y le regaló una moneda. El viajero nos describe a continuación la pieza de plata.
El cura me enseñó unas pocas y con toda franqueza me regaló una de ellas. Tenía la forma característica de las monedas árabes, era cuadrada y presentaba caracteres árabes (cúficos) y estaba en un perfecto estado de conservación.

El inglés se despidió y expresó sus agradecimientos al generoso cura, anteriormente calificado como el soñoliento señor y ahora  cubierto de halagos.

Expresando mi más sincero agradecimiento le dije adiós al amable y cortés cura –quien como casi todos los de su profesión que yo me fui encontrando con posterioridad, era un caballero en su porte y modales –y a los pocos minutos me encontraba en el camino en dirección a Moguer.

dirhams de Niebla (siglo XIII)

Ocurridos estos hechos el viajero emprendió su camino a Moguer. ¿Cubriría Murray sus expectativas con respecto a la visita de Niebla?

Entre Escacena y Niebla
Nuestro camino pasó por dos o tres pueblos aparentemente desmoronándose y en estado ruinoso. Sin embargo, en estos lugares miserables, se pueden ver con frecuencia casas con muy buen aspecto cuyos dueños son señores con patrimonio y hombres de refinada educación. El motivo de su existencia entre tal desolación es, como acabo de apuntar, encontrarse con la inseguridad de vida y propiedad que prevalece tan generalizado por toda España. Ningún hombre piensa en tener su hogar en una casa de campo, sino que escoge el pueblo o la aldea que esté más cerca de su propiedad, y desde allí sale para controlar y dirigir las tareas de sus empleados. Por esa misma razón son muy raros los cortijos; el dueño y el bracero habitan en el mismo pueblo y a menudo tienen que trasladarse más de una o dos tediosas leguas antes de llegar hasta el cortijo. En uno de estos pueblos, a poca distancia de Escacena, llamó poderosamente mi atención una mansión que en su día debió ser el orgullo del lugar, pero que ahora, sin tejado y desmantelada, sólo se distinguía por sus elevados muros desmoronados, un poco más altos que el declive de sus antiguos ocupantes. Me di cuenta que la planta baja estaba convertida en corral para guardar ganado y que desde allí subía a las habitaciones superiores una escalera de maravilloso mármol blanco, aunque ahora tristemente hecha pedazos y mutilada. La historia de esta casa era una historia cotidiana; el que la construyó había vuelto desde Méjico cargado de riquezas, que le permitieron comprarse el título de Marqués y construyó su casa con sus columnas de mármol y su costosa ornamentación. Su heredero dilapidó la fortuna de sus padres rápidamente, dinero que con toda probabilidad era de dudosa procedencia; y los terceros en la línea sucesoria ahora residen en La Isla en la más completa indigencia y bastante ocultos. Sus necesidades han sido tales como para llegar a vender hasta el mismísimo tejado y la solería del hogar de sus antepasados por la suma que les puedan dar por la madera. Desde una distancia considerable habíamos estado viendo las torres de Niebla, pero teniendo en cuenta el paso lento de nuestros jamelgos la distancia entre el pueblo y nosotros parecía no acortarse. Por fin llegamos a la orilla del Río Tinto; sus oscuras aguas, que salían a borbotones por encima de un canal en la roca nos daban idea de frescor en delicioso contraste con el insoportable calor que cargaba la atmósfera. Siguiendo el sinuoso cauce del río durante una corta distancia llegamos a un lugar donde un antiguo puente de nueve arcos lo cruzaba. Más allá, hacia la izquierda, se elevaban las calcinadas y desmoronadas murallas del pueblo, coronando un pequeño montículo por cuya base seguía serpenteando el río que acabábamos de pasar; mientras que más cerca del puente las elevadas almenas de un castillo se asomaban y dominaban el pasadizo que las atravesaba. El camino entre el puente y el pueblo parecía haber sido obra de los elementos y del tiempo más que un camino hecho por la mano del hombre. Subimos penosamente por una empinada vereda empedrada por las rocas que los torrentes invernales habían dejado y bordeada a cada lado por arbustos de adelfas, cuyas flores de brillantes colores daban la bienvenida a los doloridos ojos que tanto habían sufrido la intensidad del sol sobre los polvorientos caminos. Enormes rocas interceptaban nuestro avance a cada paso y cubrían la ladera al lado y por debajo de donde nos encontrábamos; otras habían caído al lecho del río donde la espuma que formaba el agua al golpearlas señalaba el lugar en el que se encontraban. Al llegar a las murallas del pueblo, uno al lado del otro, Juanito giró y se dirigió a una posada justo frente a la entrada, donde propuso detenernos para almorzar. El aspecto de este hospedaje para hombres y bestias era de todo menos reconfortante para un viajero cansado del camino. Cerca de la entrada había aproximadamente media docena de muleros tendidos en sus mantas disfrutando de su siesta durante las horas de más calor del día. Nadie se preocupó en lo más mínimo de nosotros, ni siquiera hubo alguien que abriera un ojo, aunque el ruido de los cascos de nuestros caballos mientras los llevábamos por el empedrado de la casa debió haberse escuchado hasta el más alejado rincón; en vano estuve buscando al dueño del establecimiento entre las formas yacentes que había por todos lados, mientras mi guía, que conocía mejor las costumbres del lugar, se dirigió a una corpulenta señora que estaba retrepada medio dormida en una de las sillas bajas que se utilizan en el país y le preguntó si tenían cebada para su animal. Un movimiento de cabeza insinuó que no había y le ahorró a nuestra posadera, ya que eso es lo que ella era, el trabajo de abrir los labios. Si hubiésemos preguntado por provisiones de cualquier tipo sólo habríamos obtenido una mirada de asombro por nuestra falta de previsión, así pues, nos sentamos y dimos buena cuenta de lo poco que habíamos llevado en nuestras alforjas. Nuestra comida no nos hizo detenernos durante mucho rato y, puesto que no teníamos ninguna gana de soportar durante más tiempo del necesario esta mansión de Morfeo, salí, acompañado por Juanito, a dar un paseo por el pueblo. Entrando por la puerta del lado este, bajo un arco de arquitectura árabe, nos metimos de lleno en ruinas y desolación. Era un espectáculo muy triste de contemplar y yo, de manera involuntaria me giré hacia una escalera que conducía a todo lo alto de las murallas, pensando en que podría divisar alguna zona de la que la vida no se hubiera alejado tan completamente como lo había hecho de este escenario de soledad y decadencia. Pero por todos lados era lo mismo; había calles enteras donde sólo los muros de las casas se mantenían en pié y que ahora parecían largas filas de esqueletos aferrados unos a otros para sostenerse; todo tenía el aspecto de estar a punto de irse al suelo antes de que la primera ráfaga de viento que soplara sobre las fortificaciones tocara con sus alas la alta hierba que crecía sobre cientos de hogares de piedra y en los umbrales de las puertas. Si todo esto hubiese sido provocado por los elementos, o por la guerra, o por cualquiera de esas catástrofes que en un instante echan por tierra el trabajo de años, uno lo podía haber contemplado con cierta pena y pesar aunque no sin esperanzas de que todo volviera a prosperar; pero había sido un agente mucho peor que esos el que había hecho que el pueblo estuviese tan destrozado como lo estaba, y que había atacado con las más funestas consecuencias sus perspectivas de futuro. Su ruina era fruto de la decadencia nacional con la que el observador se encuentra por cualquier lugar por el que se mueva. La buena vida en España ya no existe; su industria y vigor ya no son más que los débiles esfuerzos de otros tiempos; su vitalidad se mueve sin energía por un marco donde una vez reinaba la profunda avaricia, injusticia, ignorancia y superstición, y por todo esto se extiende bajo la cancerígena sombra del mal gobierno y la corrupción: España lleva a rastras su existencia con mucho dolor y mucho esfuerzo; y, al igual que ocurre con brazos y piernas que son los primeros en acusar la torpeza, así este apartado pueblo ha sido el primero en participar de su falta de solidez y mostrar las primeras pruebas de desintegración. Mientras tanto, yo estuve paseando a lo largo de sus almenas: a veces resbalando entre la alta hierba que ondulaba sobre ellas o atravesando con precaución el umbral de tambaleantes torres que en su día habían soportado impasibles el caminar del centinela musulmán. Llegué a un ángulo desde el que había una vista muy bonita del valle por el que el río corría hacia el mar. Un poco más allá, una enorme grieta impidió mi avance y bajé a tierra firme, donde la vista ya se limitaba a unas cuantas chabolas míseras que albergaban una población de atezadas mujeres y niños semidesnudos. El pueblo, al igual que Palos y Moguer se dice que está poblado por los descendientes de los esclavos que los conquistadores del Nuevo Mundo se trajeron como botín conseguido con sus espadas; y es cierto que los actuales habitantes más parecen mulatos que europeos; pero a falta de una evidencia positiva para sostener esta afirmación, también es probable que su tono oscuro se deba a que por sus venas corre más cantidad de sangre árabe de la normal. De los pocos que encontramos, uno era un pilluelo de unos cinco o seis años quien, como Dios lo trajo al mundo –en cueros, como se dice en España; venía paseando calle abajo con el aspecto de un haragán de Bond Street de Londres. Se detuvo al vernos y cruzando sus bracitos, se volvió y me honró con una mirada de la que la persona más elegante se habría sentido orgullosa. Imagino que su inspección fue satisfactoria, ya que, moviendo su cabecita con un gesto de aprobación, continuó su marcha y se alejó de nosotros. De camino al pueblo, y mientras recorría sus silenciosas calles, Juanito, para convencerme de las antiguas riquezas del lugar, en varios momentos se dedicó a ofrecerme minuciosas descripciones de tesoros de oro, y de no se qué más, que recientemente habían sido descubiertos dentro de sus murallas. Historias de este tipo son tan frecuentes en boca de la gente sencilla de España que yo rara vez les presto atención; pero en esta ocasión, no sé qué fue lo que me hizo pensar que su relato podía ser muy probable. El pensamiento me vino a la cabeza justo cuando estábamos ante una casa que tenía rasgos evidentes de haber sido parte de las antiguas fortificaciones; y como siempre se debe empezar por algún sitio, ¿Qué lugar, pensé, tan apropiado como este, para conocer algo de los tesoros enterrados por sus antiguos propietarios? Al “Dios guarde a Usted” de Juanito le respondieron con el acostumbrado “Pase usted adelante”. Atravesando el umbral de la puerta me encontré debajo de una especie de cúpula, por la que la luz penetraba por una apertura abierta en todo lo alto; la única persona que había allí era una mujer que paró de tejer mientras contestaba a mis preguntas. Yo tenía intención de ir a la casa de “Antonio el Cojo”. El camino que me describió era tan detallado que me quedé completamente desconcertado cuando concluyó, pero por fortuna Juanito se enteró mejor y sin demasiada dificultad me guió a la mansión de “Antonio el Cojo”. “¿Quién es?” fue la respuesta a la llamada a la puerta de Juanito, quien, en aquél momento ya estaba muy entusiasmado con el tema de la búsqueda arqueológica y aporreó la puerta como si se tratara de un asunto de vida o muerte lo que nos había llevado hasta allí. “Gente de paz” contestamos. Una vez que se aseguraron de esto se abrió una ventanilla en la puerta, –o mejor dicho, la abrió justo lo necesario para permitirle a la negruzca esposa de Antonio reconocer a las personas que con tanta impaciencia había llamado que casi echan a bajo los goznes de la puerta. La información que nos proporcionó fue muy poco satisfactoria; el dueño de la casa estaba ausente de viaje, y además, le había entregado sus tesoros a un amigo que estaba en Moguer. Como última esperanza, pregunté si allí podríamos encontrar a cualquier otro virtuoso; y después de pensarlo durante un momento, nuestra atezada amiga contestó que lo más probable era que el cura pudiese poseer algunas monedas antiguas y otras reliquias del pasado. Así pues, dirigí mis pasos hasta la morada del cura y me detuve delante de una casa cuyo exterior tenía un aspecto mucho más respetable que las que había visto hasta entonces. Las puertas se encontraban cerradas, indicando que sus moradores aún no se habían despertado de la siesta; sin embargo, mi reloj me indicaba que teniendo en cuenta las costumbres del país, el soñoliento señor debería haber abandonado su siesta media hora antes, y los curas, pensé, no deberían ser un ejemplo de pereza para su rebaño de fieles. Así pues, todas estas razones hicieron que mi mano se dirigiera hacia la aldaba y cuando informé al criado del propósito de mi visita, éste me condujo a la antesala. Al poco rato el cura hizo su aparición y en respuesta a mi pregunta relató que varios campesinos mientras estaban trabajando en un campo de su propiedad habían descubierto cerca de la orilla del río una enorme vasija; y que cuando la rompieron para ver qué contenía, aparecieron una gran cantidad de monedas árabes todas de plata. Calcularon que todas pesaban más de una arroba o medida que equivale a veinticinco libras. Como casi siempre suele ocurrir en estos casos, los que la encontraron no fueron capaces de repartirse el botín de forma pacífica, por lo que el asunto llegó a oídos de las autoridades, quienes reclamaron la totalidad; pero como la tierra en la que había sido encontrada era de su propiedad, a él le correspondía una parte que recibió con posterioridad. El cura me enseñó unas pocas y con toda franqueza me regaló una de ellas. Tenía la forma característica de las monedas árabes, era cuadrada y presentaba caracteres árabes (cúficos) y estaba en un perfecto estado de conservación. Expresando mi más sincero agradecimiento le dije adiós al amable y cortés cura –quien como casi todos los de su profesión que yo me fui encontrando con posterioridad, era un caballero en su porte y modales –y a los pocos minutos me encontraba en el camino en dirección a Moguer.

MURRAY, Robert Dundas. Cities and Wilds of Andalucia. London: Richard Bentley, 1849. 3rd. ed. London: Richard Bentley, 1853.


calle San Walabonso en 1891 (AMADOR DE LOS RÍOS)

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